La intimidad habita y potencia nuestra vida cotidiana como territorio a defender y tesoro a  resguardar,
como misterio que se nos escapa, como investidura afectiva de rincones, objetos e imágenes. Como lugar de memoria
que atesora un pasado y también como resistencia, refugio, coraza para nuestra más radical fragilidad.
Un espacio que se despliega entre el alejamiento y el retorno (real o simbólico) a nuestro primer universo, el hogar.